11/12/09

El velatorio del rock and roll

Adrián Bernal Herce
DIAGONAL

21 de septiembre de 1979. Ciudad de Nueva York. Paul Simonon, bajista de The Clash, está a punto de estrellar su instrumento contra el escenario del Palladium, donde la banda inglesa actúa. Pennie Smith, fotógrafa que acompaña al grupo en esta gira por Estados Unidos, capta con su cámara una imagen desenfocada del bajo justo antes de hacerse pedazos. Aquel Fender –cuya pérdida en un arrebato de rabia por un concierto no demasiado bueno, lamentaría después Simonon– acabó, efectivamente, destrozado; pero para la historia de la música permanece para siempre a un metro del suelo, suspendido en el aire, en la portada del tercer disco de la formación, el London calling.

The Last Testament fue el primer título que se pensó para este trabajo. El bajo a punto de hacerse añicos simbolizaba el fin de una era que se remontaba a Elvis Presley y a su primer álbum, en el que la guitarra del Rey apunta hacia el cielo. Las letras rosas y verdes de la carátula, también homenaje al de Menphis, hacían el resto: firmaban el epitafio de una era y, en definitiva, reivindicaban London calling como el último disco del rock’n’roll.

El mejor disco de los ’80 En 2003, la revista Rolling Stone escogió este doble álbum, que vio la luz el 14 de diciembre de 1979, como el mejor de los ‘80. Sin embargo, aparte del hecho evidente de que se escuchó en esa década –y en las posteriores–, poco tiene que ver con la música de esa época. Aunque anticipa en ciertos momentos el sonido de lo que poco más tarde se llamaría post punk, e incluso tiene ciertas resonancias pop y disco, London calling entronca por un lado con el rock y el rhythm & blues usamericanos y, por otro, con los ritmos jamaicanos. Vince Taylor –del que versionan el tema Brand new cadillac–, Bo Diddley, el propio Elvis y, un poco más allá, Dylan o Woody Guthrie, así como los clásicos del ska y el reggae, están más cerca de este disco que la música inmediatamente posterior, incluso más cerca que la crudeza punk imperante apenas dos años antes.

Fue en la politización de esa crudeza donde la banda destacó en la escena contracultural de los ‘70, alejándose de la bohemia protopunk, el surrealismo de Ramones o el nihilismo de Sex Pistols. Ante las críticas que el álbum recibió por alejarse de la ortodoxia del movimiento, The Clash reclamaron siempre su derecho, como punks, a hacer las canciones que les diera la gana. Esa mirada hacia la música precedente, la anterior a la muerte ideológica del rock, no fue más que un paso lógico en un grupo que comenzaba a reconocer como inocuas muchas de las fórmulas artísticas aparentemente revolucionarias de su tiempo; un grupo que, en pocas palabras, se negaba –aunque más tarde ellos se perderían igualmente en sus propios experimentos– a traicionar el espíritu del rock’n roll. “The only band that matters” (la única banda que importa) –como la conocen sus más acérrimos seguidores–, supo expresar a través de realidades concretas la rabia de toda una generación enfrentada tanto a la Crisis del Petróleo como a la constante tensión de la Guerra Fría y la amenaza del reloj atómico.

Las tinieblas de la Thatcher El paro, la delincuencia, el alcohol y las drogas, el racismo o la violencia policial son los temas de un disco cuyos héroes, en una sociedad que se regodea en mirarse a través de espejos cóncavos, sólo pueden ser los marginados y los desheredados de la clase obrera, la white trash y los inmigrantes que sobreviven en los callejones de un capitalismo cada vez más sombrío y autoritario.

Publicado pocos meses después de la llegada al poder de Thatcher, el álbum anunciaba ese viaje al corazón de las tinieblas en el que se embarcaba la sociedad inglesa. Navegando por el Támesis, en el videoclip de la canción que da nombre al disco –en una escena que recuerda la versión que de la novela de Conrad hizo Francis Ford Coppola en Apocalypse now, estrenada también en 1979–, Jones, Strummer, Headon y Simonon llamaban a la lucha, incluso ante lo inevitable: “A nuclear era, but I have no fear” (Una era núclear, pero no tengo miedo). El mensaje del punk, la negación de un sistema agotado y moribundo, reivindica aquí la posibilidad de otro. El no future se aleja de la utopía para ubicarse en el presente, en la praxis y la experiencia como medios para transformar el mundo; en resistencias que se conforman y se construyen día a día.

Si bien este mensaje, como aquel bajo Fender, parece que ha estado siempre a punto de hacerse pedazos, es hoy como el London calling, tan vigente y necesario como entonces. No hay futuro porque como diría Joe Strummer años más tarde, el futuro está por escribir.

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