Sombras y miserias del movimiento contracultural que tuvo lugar en los años ochenta, financiado por el PSOE a golpe de subvención pública.
Con el derrumbe de la Unión Soviética y la caída de la Europa del Este, muchos vaticinaron el fin de la historia. Las ideologías habían muerto y una ola de desencanto recorrió cada rincón del planeta. Mientras los niños iraquíes saltaban en pedazos, Baudrillard se empeñaba en que la guerra del gofo no había tenido lugar. Los estadistas políticos se felicitaban y en Wall Street corría el champaña entre carcajadas y pellizcos en el trasero a las secretarias.
Teníamos razón, nuestro modelo de organización era el único viable o como se empeñaban en decir desde la socialdemocracia antiguos maoístas hoy notarios o profesores de universidad, era el menos malo de los modelos. Ahora estábamos a salvo. Ese invento llamado postmodernidad servía de coartada para rematar cualquier viso de compromiso social o ético, invento que bien podría resumirse como «una actitud más frívola de diseño, fiesta y cinismo de terciopelo que invade revistas de cultura, debates públicos y comportamientos cotidianos […] repleto de conceptos sintomáticos como repetición, exceso, detalle, fragmento, metamorfosis, inestabilidad, desorden, caos, perversión, laberinto…»[1] En realidad hoy podemos arriesgarnos a sentenciar que más allá de una actitud, una conciencia (o falsa conciencia) de una época definida o un método de análisis de la realidad, la posmodernidad no fue más que un periodo histórico concreto, un puñado de años en los que la batalla ideológica se decantó de parte de los buenos, los que creían en el mundo libre, rápido y flexible. Dicho fenómeno tiene poco de extraordinario o inusual, aunque algunos se empeñaran en que habíamos llegado a un No-punto de la Historia, a una No-Historia, o lo que es peor, a una post-historia.
Sencillamente se enmarca en la estrategia capitalista que tiene por meta última sepultar cualquier viso de alternativa a la forma de organización política y económica existente[2], en otras palabras, la posmodernidad no fue más que un modelo de propaganda en un periodo concreto que obtuvo muy buenos resultados, una acertada campaña de marketing.
En España y como suele ser costumbre, nos subimos tarde y mal al carro de lo posmoderno, salto al vacío que se percibía muy complejo tras 40 años de oscurantismo cultural y represión abierta. Lanzarse al pozo de la fragmentación y lo frívolo, zambullirse en la ciénaga nihilista del todo vale y retozar con el lema No hay alternativa sin mancharse las manos de mierda y sangre, se convertía en una difícil tarea, pero se hizo, vaya si se hizo, de la noche a la mañana además y a golpe de subvención. No existe ningún fenómeno que ilustre de forma más propicia y adecuada, el desembarco de la posmodernidad en nuestro país como fue ese engendro llamado movida madrileña. Ahora con cierta perspectiva histórica es el momento de plantearse qué fue y qué nos ofreció la tan cacareada y vanagloriada movida madrileña.
Lo primero de lo que debemos cerciorarnos al abordar dicho monstruo cultural, es que junto a la famosa transición democrática, es de los pocos hechos o periodos que gozan de una visión positiva e incuestionable por parte de los media, existe una unanimidad más que sospechosa a la hora de valorar la movida, no importa que el periodista sea de ABC o La Razón, o de El País o Público, todos la ensalzan como un periodo casi mágico y lo que es peor, necesario, circunstancia que debería habernos puesto en alerta desde hace tiempo. La movida es junto a la transición y la monarquía, uno de los mitos mejor asentados en el imaginario colectivo español, muy pocas voces se atreven a cuestionarla. Yo como soy de los malos, de los que no se creen el cuento del mundo libre, rápido y flexible, romperé una lanza.
No podemos olvidar el contexto mundial en el que se produce la movida, los pérfidos años 80, falta todavía por escribirse el ensayo perfecto que narre con exactitud el verdadero advenimiento de oscuridad que supuso la llegada de dicha década prodigiosa: Reagan, Thatcher, techno pop, heroína, postmodernidad, permanentes rizadas y laca, sida, películas de Almodóvar, video clubes, discos de Mecano, la muerte de Steve Mcqueen… En un contexto tan poco propicio para los movimientos contraculturales surge la movida, la misma que bajo mi parcial y dogmática opinión, no fue más que un puñado de grupos de lo más mediocre, de una calidad ínfima, una ceremonia del mal gusto y lo cutre, un aquelarre de inofensivo nihilismo[3] que se le metió con calzador y sin vaselina a unas masas alienadas que terminaron siéndolo un poco más cuando concluyó el proceso, tutelado de principio a fin por las instituciones. Todo ello, por mucho que algunos críticos musico/culturales a sueldo de PRISA se empeñen en tildar dicho periodo como la edad de oro de pop español.
Ver a Pedro Almodóvar (gurú incontestable de la posmodernidad española) vestido únicamente con unos dodotis talla XXL, rodeado de grotescos personajes y berreando aquello de quiero ser mamá, incitando a su bebé a prostituirse, se me antoja cualquier cosa menos [post]moderno. Eso tiene un nombre y poco tiene que ver con actitudes culturales consagradas al nihilismo y la frivolidad neoliberal, se llama esperpento y lo acuñó Valle Inclán hace muchas décadas, incluso antes de que Jean-François Lyotard escribiera su tan emblemática obra La condición posmoderna.
Que artistas como Antonio Vega y Carlos Berlanga estén considerados verdaderos genios y visionarios, debería hacernos plantearnos muchas cuestiones. Antonio Vega, por mucha heroína que se inyectase, nunca dejó de ser un letrista vulgar, sólo hay que analizar tibiamente el texto de la obra cumbre de la movida: Chica de ayer, algo que dejamos al libre albedrío del lector, nos basta con recordar la lista de grandes artistas que la han versioneado; El canto del loco, Enrique Iglesias... La brillante metáfora nunca utilizada de, tus cabellos dorados parecen el sol, pone de manifiesto la elevada profundidad de un texto quizá demasiado complejo para dinosaurios marxistas de mi condición. El diario El País publicó una encuesta entre sus críticos musicales que sitúa Chica de ayer como la mejor canción de la historia del pop español, pues oye si lo dice El País…
Por su parte Carlos Berlanga y sus sintetizadores galopantes con Alaska gritando banalidades como que su novio es un zombie o aquello de terror en el súper mercado, hacían de lo posmoderno religión en nuestro país. A ello hay que añadir títulos como Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón, imperdibles en las narices, permanentes y hombreras, y el alcalde de una capital como Madrid incitando a la juventud a que se colocara, como suena.
Lo más gracioso del proceso es que, mientras a golpe de subvención se colocaba en el mapa a artistillas niños de papá (empezando por Berlanga) [hijo de un famoso director de cine] que celebraban la frivolidad más dantesca como símbolo inequívoco de una generación, en otro lugar se gestaba una verdadera revolución músico-cultural, realmente urbana, transgresora y contracultural y de corte eminentemente independiente: el rock radical vasco[4].
Grupos como Kortatu, La polla records, Eskorbuto o Barricada, daban voz a esa otra cara de la España moderna silenciada por los grandes medios; la heroína, la salvaje reconversión industrial, las aspiraciones nacionales, el terrorismo de estado, los abusos patronales, los despidos masivos.... Unos años de plomo y sangre que la movida no dibujó ni plasmó, se dedicó a ocultarlos a ritmo de sintetizador barato, retozando con unas instituciones profundamente corruptas (como se demostró no mucho más tarde) que venían de pactar la venta al mejor postor de la clase obrera en esa operación de maquillaje llamada comúnmente transición democrática, la pérfida Ana Torroja y su grupo Mecano no lo podrían haber descrito mejor: no me mires no me mires déjalo ya, que no me he puesto el maquillaje […] mira ahora mira ahora mira ahora, que ya me he puesto a la moda… Estrofa que define a la perfección la artificialidad y la trampa de la transición.
Los hechos son al menos muy interesantes: conforme la reestructuración industrial y el desempleo masivo siembran el desasosiego entre la juventud española de principios y mediados de los ochenta[5], tres fenómenos socio/culturales aparecen en la escena. Por una parte el auge –financiado a golpe de subvención pública– de la conocida Movida Madrileña, por otro lado la aparición de las macrodiscotecas y after hours que no cierran en todo el fin de semana. La famosa ruta destroy (bautizada del bakalao por los grandes medios a principios de los 90) aglutina a jóvenes de Madrid y Barcelona e incluso Sevilla o Bilbao, que acuden a la huerta valenciana a disfrutar de un fin de semana sin dormir a ritmo de anfetaminas. Por último la extensión de la heroína, a precio de saldo en el mercado por aquellos días.
Los hechos son al menos muy interesantes: conforme la reestructuración industrial y el desempleo masivo siembran el desasosiego entre la juventud española de principios y mediados de los ochenta[5], tres fenómenos socio/culturales aparecen en la escena. Por una parte el auge –financiado a golpe de subvención pública– de la conocida Movida Madrileña, por otro lado la aparición de las macrodiscotecas y after hours que no cierran en todo el fin de semana. La famosa ruta destroy (bautizada del bakalao por los grandes medios a principios de los 90) aglutina a jóvenes de Madrid y Barcelona e incluso Sevilla o Bilbao, que acuden a la huerta valenciana a disfrutar de un fin de semana sin dormir a ritmo de anfetaminas. Por último la extensión de la heroína, a precio de saldo en el mercado por aquellos días.
Los tres fenómenos convergen al mismo tiempo en determinado contexto histórico y social, y los tres conllevan un elemento disuasorio común, las drogas. De forma perpetrada o planificada o haciendo la vista gorda, el hecho incuestionable es que la aparición y extensión de la droga como mecanismo alienante y disuasorio en nuestro país (evidentemente el individuo que consume droga no se plantea ni se moviliza por el porqué de las cosas) coincide con el periodo de mayor crecimiento de las tasas de desempleo, la expansión de la temporalidad y con la mayor y más desestabilizadora reconversión industrial que ha conocido la España moderna. No ver la relación es no querer abrir los ojos, sólo hay que empezar a encajar las piezas.
Entretener a las masas mientras nos colaban la transición
La movida madrileña no fue más que la perfecta cortina de humo, la operación de maquillaje cultural que necesitábamos ante nosotros mismos y ante el mundo, para subirnos al carro neo-liberal de los recortes, las políticas de austeridad y la entrada en la organización terrorista del Atlántico Norte. Nos empaquetaron el punk en la cola de El Corte Inglés, nos vendieron a los Sex Pistols pero se olvidaron de The Clash, primaba la provocación, pero dentro de unos límites claro. La movida no fue más que los últimos destellos, los últimos coletazos del tardo-franquismo, que tras colarnos la monarquía, Los pactos de Moncloa y una ley electoral injusta y profundamente anticomunista, quería tener a las masas entretenidas y alienadas en extremo para eso mismo, para que nadie cuestionara el proceso de maquillaje que enterraría a los trabajadores en un periodo de oscuridad y precariedad digno de las novelas de Dickens, ya lo dijo paquito, todo atado y bien atado.
La movida madrileña no fue más que la perfecta cortina de humo, la operación de maquillaje cultural que necesitábamos ante nosotros mismos y ante el mundo, para subirnos al carro neo-liberal de los recortes, las políticas de austeridad y la entrada en la organización terrorista del Atlántico Norte. Nos empaquetaron el punk en la cola de El Corte Inglés, nos vendieron a los Sex Pistols pero se olvidaron de The Clash, primaba la provocación, pero dentro de unos límites claro. La movida no fue más que los últimos destellos, los últimos coletazos del tardo-franquismo, que tras colarnos la monarquía, Los pactos de Moncloa y una ley electoral injusta y profundamente anticomunista, quería tener a las masas entretenidas y alienadas en extremo para eso mismo, para que nadie cuestionara el proceso de maquillaje que enterraría a los trabajadores en un periodo de oscuridad y precariedad digno de las novelas de Dickens, ya lo dijo paquito, todo atado y bien atado.
La historia, aunque muchos vaticinaran su colapso, se puso de nuevo a caminar, y como el tiempo, deja a cada uno en su lugar. Sólo hay que echar un vistazo a todos aquellos gurús posmodernos y observar quién firma sus nóminas: Almodóvar se dedica (al margen de rodar nefastos filmes) a rubricar manifiestos en contra de Cuba por orden de Rosa Montero o a guardar espectral silencio respecto a la presencia de nuestras tropas en Afganistán. El rey del pollo frito (al margen de recibir merecidos pedrazos en el Viña Rock) se dedica a debatir en programas culturales como Crónicas marcianas, eso cuando no está recaudando fondos para la SGAE en conciertos benéficos, bodas o salones de peluquería. El productor de «la mejor canción de la historia del pop español» (el usurero Teddy Bautista) es curiosamente el presidente de la SGAE, una de las instituciones más odiadas por los españoles. Ana Torroja se consagra a engañar al fisco y vivir de las rentas, más de lo mismo podemos decir de Miguel Bosé, su complejo de Bowie y sus discos y giras del Papito, toda la vida cantando los mismos jodidos temas una y otra vez, lo de este chico es demencial. Alaska se entrega a su amigo Federico Jiménez Losantos y es una habitual del canal de extrema derecha Intereconomía, Loquillo hace lo propio con César Vidal, impagable la entrevista dialogando de country racista sureño, mientras el resto de músicos se dedican a lloriquear como colegiales por culpa de la piratería.
No asumen que el público prefiera ir a cualquier concierto minoritario de punk o hip hop, de la misma forma que no asumen que cualquier rapero mediocre tenga letras más elaboradas y profundas que Carlos Berlanga o Antonio Vega. Francisco Umbral (el cronista de la movida) terminó hablando de su libro en las páginas de El Mundo defendiendo a José María Aznar, de Fernando Savater mejor no hablamos y por su parte Agatha Ruiz de la Prada (la pionera de la onda fashionista) se casó con Pedro Jeta Ramírez [director de El Mundo].
Todas las piezas encajan, forman parte de un todo: ese mundillo progre profundamente endogámico que desde hace décadas monopoliza el mundo de la cultura española a través de las subvenciones del ministerio de cultura. Y como las casas reales, fornican entre sí para perpetuar el linaje, lo cual explica la nula capacidad intelectual de algunos y la disfunción mental de otros, pero se les acaba el chollo, internet y su oferta de cultura libre los está desbancando a patadas, no podemos más que esbozar media sonrisa nerviosa cuando se reúnen con la ministra de cultura para hacer el signo de la ceja y criminalizar el top manta. Es entonces cuando, ataviados con un bolso de Prada, millones de euros en su cuenta y su residencia en Miami o Andorra, aúllan aquello de ¡nos estamos muriendo de hambre! Y no les falta verdad, tienen hambre de flashes, de ego, de royalties, de portadas, de monopolio…
No merecen compasión alguna, eran puro simulacro burgués, estaban en nómina entonces y siguen estándolo ahora, con unas cuantas arrugas apenas estiradas por interminables sesiones de cirugía estética, momias del mundo del espectáculo (en el sentido Debordiano del término) que deambulan por el bulevar de los sueños pagados a golpe de subvención sociata. Lo que sucede es que la posmodernidad es una máscara que puede resistir el envite de trabajadores en huelga o muchas noches de anfetaminas en el Rock-ola, pero no puede resistir el paso del tiempo, el peso de la historia.
Notas:[1] Una cultura de la fragmentación. Pastiche, relato y cuerpo en el cine y la televisión. Vicente Sánchez Biosca. Ediciones Textos Filmoteca Valencia
[2] El famoso eslogan de la inefable Margaret Thatcher «T.I.N.A.» (There is no alternative) que venía a decir algo así como: joderos porque no hay alternativa.
[3] Tan diferente del nihilismo radical de Eskorbuto y su anti-todo.
[4] Es menester recordar que no toda la movida fue un cataclismo de oscuridad, de la quema en la hoguera salvamos por supuesto los guiones de La bola de cristal ( http://www.lahaine.org/index.php?p=19129 ), Aviador dro (verdadera vanguardia musical) y a Parálisis permanente y Siniestro total, poco más.
[5] Hay que recordarle al lector que durante esos años que la movida quiso vendernos teñidos de apoliticismo y un carnaval permanente, se produjeron en España conflictos sociales de importante envergadura que desembocaron en situaciones casi pre-insurreccionales: la batalla de euskalduna, la entrada con tanquetas de la Guardia Civil en Reinosa, la marcha de los trabajadores de los Altos Hornos de Sagunto en Valencia… Luchas en las que los abusos por parte del estado y las fuerzas y cuerpos de seguridad fueron una constante, desde el empleo de munición real en las manifestaciones, a detenciones masivas y arbitrarias.
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